martes, 9 de febrero de 2010

O de omelette

“Escríbeme”, dijo mientras me daba la espalda, llevándose las últimas palabras obscenas que se me habían ocurrido. Aunque teníamos tres o cuatro estudiantes de medicina al lado, me había atrevido a murmurarle algo de su boca entreabierta mientras se venía en mi mano. Lo llamábamos el desayuno, lo primero al llegar la luz. Pero nos había ganado la maldita prisa, y quizá por eso llegué a tenerla frente a mí esa misma tarde.

No había piedad: me apuntó con sus caderas en plena escuela. Comimos entre insultos cariñosos y los rizos ya apaciguados de su cabello. Difícilmente me concentraba en otra cosa que no fuera lo que teníamos pendiente. “Sosteniendo erecciones fantasma desde 1997”, me dijo, como si supiera de mis punzadas. Dónde encontrar un lugar cerca para perdernos, el refugio donde los estudiantes calientes se resguardan cuando no pueden regresar a casa. “O para los que sus prestaciones no cubre una puerta en el cubículo”, comenté, apenada de toda mi clase media.

Paseamos por las tres escuetas calles que estaban alrededor de la facultad buscando alguna triste covacha. Nos sorprendían los silencios en el espacio, las cocheras semivacías, las esperanzas de lengua sobre labios partidos entre las fachadas hogareñas. Pero en cada rincón los estudiantes brotaban como enredaderas de entre las paredes, volteando las esquinas, asomándose por el balcón, otros más corriendo para salvaguardar minutos de clase (igual que ella desprendiéndose de mi mano). Logramos desaparecer en la calle Salamanca por unos segundos antes de que el olor añejo a jugo de naranja de un enorme camión de basura disipara cualquier dejo de sexo mañanero. Ahí encontré más punzadas, una figura tras otra, el temblor: una patrulla cargada de policías que se llevaban al carajo la humedad a punta de pistola. “Namás faltan los bomberos”, ella se burlaba de mí mostrándome sus dientes planos.

Daban las 2 de la tarde. Maldije mi cartera vacía y el alto costo de sus besos ante tanto testigo. Con el deseo derrotado, nos enfilamos a la oficina sin privacidad. “Si nos la aventamos aquí a lo mucho nos pesca un albañil o un obrero, pero con esos es de dejarse meter mano”, sugerí, tratando de hacerla reír, aunque no había mucho por hacer en el ámbito de lo no estúpido. Bien podíamos subirnos a un camión para apretujarnos entre los pasajeros (milagroso ruta 69), o mejor, encontrar la forma de rentar uno de esos cuartos para estudiantes foráneos, semiamueblados con cable, Internet y servicios, durante sólo 10 minutos. Imanes o amantes, es lo mismo.

Lo más atemorizante, sin embargo, era que entre más le hablaba de nuestras posibles aventuras más me echaba los labios. Y ni qué hacerle. Era un movimiento imperceptible para todos excepto para quienes hemos pasado con ella uno y otro amanecer encadenado, como cigarros que se fuman en serie. Le decía ‘ahí, a darle’ y asentía en mi dirección. Su nariz era una invitación recta: estar vientre-boca con boca, lazo de cuerpos de Moebius, desayunarnos con los dedos, le decía a distancias poco razonables de su oído. De nuevo, me movía el trance de las palabras: erguía imágenes obscenas y con ritmo igual que cada mañana, un puente sobre aquel mar de testigos pasivos que no dejaba encallar más que en un estruendoso y crujiente dolor de güevos.

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