martes, 23 de febrero de 2010

En guardia (Mal chiste)

Mi terapeuta dice que no me estoy concentrando y que por eso me quedo a medias.

Es como si me fijara en cada nudo de árbol o bichito de la sierra en lugar de avanzar hacia la cima. Pero ¿qué tipo de persona querría llegar al tope de la montaña para que luego le digan que ese fue todo el viaje?

Según ella es normal, que no todos están acostumbrados a dejarse llevar. Algunas personas nunca llegan a ningún lado, me dice. No sé si sentirme ofendida. Uno de mis trabajos es coordinar proyectos y eso significa que sí sé lo que significa acabar las cosas. Sé que si logras lo que has prometido, la gente es feliz, te felicita y te da dinero.

A mi novia no la culpo por su sonrisa quebrada y torcida cuando me reconoce a medio templar en su cama. A medio cocer, como los niños que no llegan al cielo por quedarse varados en el limbo. Pero varados a gusto, como no queriendo bajarse del celo de la montaña rusa o no soltarse de una canción en loop que dejaste en el estéreo. Mi terapeuta también me dice que es normal que alguien sienta que tiene la culpa, así como cuando uno cree que pudo haber evitado tener cáncer comiendo más verduras.

Lo mío, lo mío, no llega a lo patológico; más bien es un bache del cuerpo, o una frígida en el arroz, como decía mi madre. Sin embargo, sin miedo a ser recursiva a la Hofstadter, puedo asegurar que si sigo yendo con esa terapeuta es porque definitivamente quiero que acabe eso de no poder acabar. Adiós a los malos cuentos, a las historias con finales chuecos.

Escucho y atiendo las instrucciones de su plan que sobresimplifican cualquier intento: que me relaje, que disfrute, que me deje hacer. Si no es suficiente, pues que me clave con alguna escena del YouPorn. Pero esa misma noche no me funciona. Mi chica, yo y su Mirada De Desapruebo. Trato de explicarme como siempre, el fondo justificando la forma. Se desespera y dice que me deje de enredos (como si ése no fuera el problema mismo) y entonces la respuesta me viene simple frente a su mirada negra y la de sus pezones. Simple, sencillo: no cierro los ojos.

Como si el mundo estuviera lleno de gente que se queda en el camino, me encontré a mí misma leyendo uno de esos foros de discusión donde los problemas sexuales se ventilan a granel. Debería de sentirme afortunada por poder dormir. Todavía ronco, me regaña, hay vigilia, pero ninguna como cuando absorbo las posiciones que toma para alcanzarme, como guardia de sus posturas. Mis ojos sobre sus manos sobre mis caderas. Mis ojos sobre sus manos sobre mis manos. Mis ojos sobre sus ojos sobre mis ojos sobre un espejo. Un reflejo que se retuerce. Una pierna encima de un hombro. Unos labios que se parten. Una pupila que desaparece. Una tensión de piel. Una cárcel. Entre más incómoda mejor. Y ni modo que tomarle foto de cada una de sus unicidades y estar en contra de todo mi sistema antirreligioso: la omnipotencia, la memoria perpetua, un Funes el memorioso para asuntos pornográficos, orden de momentos de cómo nos esparcimos más, nos jalamos más adentro y con un costo claro. Como una balanza del empirismo, eso que la vista gana lo pierde el tacto. Como hambriento con caña en mano, se me revienta la línea del deseo a medio pez. O mejor, como su escritora profesional de chistes, me tiene loca por el remate hasta que el sol nos pega en las espaldas. O, está de más decirlo, hasta que el escucha de planta acabe formalmente la hora.

martes, 9 de febrero de 2010

O de omelette

“Escríbeme”, dijo mientras me daba la espalda, llevándose las últimas palabras obscenas que se me habían ocurrido. Aunque teníamos tres o cuatro estudiantes de medicina al lado, me había atrevido a murmurarle algo de su boca entreabierta mientras se venía en mi mano. Lo llamábamos el desayuno, lo primero al llegar la luz. Pero nos había ganado la maldita prisa, y quizá por eso llegué a tenerla frente a mí esa misma tarde.

No había piedad: me apuntó con sus caderas en plena escuela. Comimos entre insultos cariñosos y los rizos ya apaciguados de su cabello. Difícilmente me concentraba en otra cosa que no fuera lo que teníamos pendiente. “Sosteniendo erecciones fantasma desde 1997”, me dijo, como si supiera de mis punzadas. Dónde encontrar un lugar cerca para perdernos, el refugio donde los estudiantes calientes se resguardan cuando no pueden regresar a casa. “O para los que sus prestaciones no cubre una puerta en el cubículo”, comenté, apenada de toda mi clase media.

Paseamos por las tres escuetas calles que estaban alrededor de la facultad buscando alguna triste covacha. Nos sorprendían los silencios en el espacio, las cocheras semivacías, las esperanzas de lengua sobre labios partidos entre las fachadas hogareñas. Pero en cada rincón los estudiantes brotaban como enredaderas de entre las paredes, volteando las esquinas, asomándose por el balcón, otros más corriendo para salvaguardar minutos de clase (igual que ella desprendiéndose de mi mano). Logramos desaparecer en la calle Salamanca por unos segundos antes de que el olor añejo a jugo de naranja de un enorme camión de basura disipara cualquier dejo de sexo mañanero. Ahí encontré más punzadas, una figura tras otra, el temblor: una patrulla cargada de policías que se llevaban al carajo la humedad a punta de pistola. “Namás faltan los bomberos”, ella se burlaba de mí mostrándome sus dientes planos.

Daban las 2 de la tarde. Maldije mi cartera vacía y el alto costo de sus besos ante tanto testigo. Con el deseo derrotado, nos enfilamos a la oficina sin privacidad. “Si nos la aventamos aquí a lo mucho nos pesca un albañil o un obrero, pero con esos es de dejarse meter mano”, sugerí, tratando de hacerla reír, aunque no había mucho por hacer en el ámbito de lo no estúpido. Bien podíamos subirnos a un camión para apretujarnos entre los pasajeros (milagroso ruta 69), o mejor, encontrar la forma de rentar uno de esos cuartos para estudiantes foráneos, semiamueblados con cable, Internet y servicios, durante sólo 10 minutos. Imanes o amantes, es lo mismo.

Lo más atemorizante, sin embargo, era que entre más le hablaba de nuestras posibles aventuras más me echaba los labios. Y ni qué hacerle. Era un movimiento imperceptible para todos excepto para quienes hemos pasado con ella uno y otro amanecer encadenado, como cigarros que se fuman en serie. Le decía ‘ahí, a darle’ y asentía en mi dirección. Su nariz era una invitación recta: estar vientre-boca con boca, lazo de cuerpos de Moebius, desayunarnos con los dedos, le decía a distancias poco razonables de su oído. De nuevo, me movía el trance de las palabras: erguía imágenes obscenas y con ritmo igual que cada mañana, un puente sobre aquel mar de testigos pasivos que no dejaba encallar más que en un estruendoso y crujiente dolor de güevos.

lunes, 8 de febrero de 2010

Instrucciones para desahogarse

Accidente no pudo haber sido nuestro segundo nombre, pues la conocí siguiendo líneas punteadas que me llevaron a ella. Como reportera y domicilio conocido, fue el lugar al que me arrastré sin hacer muchas preguntas. Obvias como rincón donde escondes los dedos. Como deseos que formulas y que son inmediatamente cumplidos. Fantasías negociables. Arquitectura erógena. Extensa documentación de los cuerpos. Mapa de las estaciones amorosas. El Libro de los Amores Que No Son Fortuitos. Nada de retraso, juego, búsqueda de circunstancias y todos esos males que vienen con La Conquista.

Gratificación instantánea, como cuando le tiras una galleta a un perro que aún no ha hecho nada.

Terminé en ese antro en jueves por las didascalias que recogí en el camino a casa. Ni siquiera estaba vestida como debía, pero supongo era parte del plan. Cuando la vi, o más bien, cuando sus ojos de venado asustado me hicieron verla, hice lo que nunca: le guiñé el ojo izquierdo (siempre he creído que el derecho es mi mejor lado). Me acerqué. Le pedí un trago, en lugar de invitarle una bebida. Cedí a la plática de coqueteo, a pesar de retorcerme por dentro como clip doblado, adelantándome al dolor de perderla.

Me hice la difícil con sus preguntas, aunque deseaba que fuéramos igual de fáciles.

No era yo, pero funcionaba, como pasa con los buenos romances.

Eso sí, la besé en el momento más inapropiado de la noche. Cada elemento del lugar me decía que no: las bocinas soltaban una ranchera, alguien me había vaciado su cerveza encima y nos habíamos salido a empujones de la pista. Ella estaba completamente enfurecida, mostrándome sus dientes planos como repisa de trofeos.

Ahí decidí por única vez y la vida no se me cayó a pedazos. Como Lo Vi En Televisión, se erigió la estructural relación de su lengua con la mía.

En ese sentido, resulté más correcta que lo correcto.

En menos de una hora escapamos de la mano, seguras que algo había cambiado del futuro. Obedientes, seguimos las instrucciones para desahogarnos y más complementarias, más ideales nos hicimos. Los nudos se ataban rápido: en secreto, la sostenía entre mis brazos por años. Repasamos la lista de coincidencias en la plática de almohada, lo cerca que habíamos estado todo ese tiempo y cómo no nos habíamos topado.

Una desgracia, pensé, al tenerla hecha polvo en la mano.

Una gran desgracia la idea de ella dándome la espalda en la pista, la idea de no ficcionarla, de equivocarme en toda la extensión de mi pecho, de echarnos a perder tantito antes de cajetearla como todos.